lunes, 18 de mayo de 2009

La Ascensión del Señor. Ciclo B

«Id por el mundo entero y proclamad la Buena Nueva a toda la creación »

(tomado de Meditación Dominical meditacion-dominical-subscribe@googlegroups.com)

Lectura de libro de Hechos de los Apóstoles 1, 1- 11

«El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo. A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, «que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días».

Los que estaban reunidos le preguntaron: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?» El les contestó: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.» Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos. Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo.»

Lectura de la carta de San Pablo a los Efesios 4,1-13

«Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos.

A cada uno de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los dones de Cristo. Por eso dice: subiendo a la altura, llevó cautivos y dio dones a los hombres. ¿Qué quiere decir «subió» sino que también bajó a las regiones inferiores de la tierra? Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo. El mismo «dio» a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo».

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 16, 15-20

«Y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”. Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban».

Pautas para la reflexión personal

El vínculo entre las lecturas

Este Domingo la Iglesia celebra la Ascensión del Señor Jesús a los Cielos. Pero ¿qué es la Ascensión? Vemos la definición del Catecismo de la Iglesia Católica: «“Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16, 19). El cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre. Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios»[1].

La Ascensión del Señor Jesús marca una etapa nueva y definitiva para los apóstoles. El Señor Resucitado ya no aparecerá más, sino que sube al Cielo para interceder por los hombres ante el Padre. Este hecho es narrado por San Lucas en los Hechos de los Apóstoles subrayando el estupor y asombro de aquellos hombres. El Evangelio insiste, de modo particular, en la misión que Jesús confía a sus apóstoles: «Id y predicad». En la carta a los Efesios, Pablo subraya la necesidad de responder al llamado y al don particular que Dios hace a cada uno, dando así cumplimiento al Plan amoroso del Padre.

Subió a los Cielos

La Ascensión del Señor marca un punto divisorio entre el ministerio (servicio) de Jesús y el ministerio de la Iglesia, que constituye respectivamente el tema del primer y del segundo libro escrito por San Lucas. En ambos se propone demostrar que entre los dos ministerios hay una perfecta continuidad, porque ambos son conducidos por el Espíritu Santo. También es el misterio de la unión del Cielo y de la tierra ya que es como la bisagra que une ambos. Cristo ascendió al Cielo y está sentado a la derecha del Padre; pero también está presente y vivo en la tierra por medio de la liturgia sacramental de la Iglesia. El estar «sentado a la derecha del Padre», que leemos en el Evangelio de san Marcos, nos remite al pasaje del Evangelio de San Juan: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3,13).

El hombre, herido por el pecado y viviendo en la ruptura no tiene acceso a la «Casa del Padre», a la comunión eterna, a la felicidad en Dios. Solamente Jesucristo ha podido abrir este acceso al hombre. Él «ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino»[2]. En el Cielo, tenemos la absoluta certeza, que Cristo Glorioso intercede por nosotros que todavía estamos peregrinando en este mundo, ejerciendo así su sacerdocio y su mediación ante el Padre en el Espíritu Santo. «Sentarse a la derecha del Padre» significa gozar de la misma gloria y honra que el Padre, donde ahora, el que existía como Hijo consustancial al Padre, está corporalmente sentado después que se encarnó y que su carne fue glorificada. Es la inauguración del Reino que no tendrá fin[3] y ahora aguardamos expectantes la segunda venida del Hijo del hombre: «Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo.» (Hch 1,11).

«Id por el mundo y anunciad el Evangelio…»

¿Qué es lo que Jesús habló con sus apóstoles antes de abandonar la escena del mundo para subir al cielo? Jesús les dejó una misión que cumplir: «Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda la creación». Llama inmediatamente la atención la extensión de este mandato. Quiere ser claro y dejar dudas al respecto: se trata e ir a «todo el mundo» y anunciar a «toda la creación». Este mandato debió parecer a los humildes pescadores de Galilea una tarea muy superior a sus fuerzas y a sus medios. Parece ser algo humanamente imposible, por no decir nada de lo que significaría para un judío ir anunciar la salvación a un romano o a un griego.

¿Cómo pudieron cumplir esta misión? Lo dice el mismo texto: «El Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra con los milagros que la acompañaban» (Mc 16,20). La evangelización, y en realidad todo apostolado, si bien es una obra de Dios, exige nuestra generosa y activa colaboración. «Anunciad el Evangelio...» ¿A qué Evangelio se refiere el texto? Evidentemente aquí no se trata de un libro escrito, cómo podríamos entender nosotros cuando hablamos de «Evangelio». Aquí «Evangelio» se entiende en su sentido etimológico: noticia que, cuando alguien la comprende y la cree, transforma su vida radicalmente y lo salva. Esta «noticia» es el contenido de los escritos que llamamos «Evangelio». Por eso Marcos inicia su obra con este encabezamiento: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios».

Para que todos seamos uno

San Pablo, en su cautiverio en Roma (entre el 61 y el 62 D.C.), escribe a los cristianos que no conocía personalmente, ya que esta carta no está dirigida solamente a los fieles de Éfeso sino a los de Laodicea[4] y a las distintas iglesias de Asia Menor ya que es posible que haya sido una carta circular. En su doctrina destaca el magnífico Plan de Dios que se lleva a cabo en Jesús y la unión de todos los redimidos. Cristo, que escogió a sus doce apóstoles como columnas de su Iglesia, nos convoca a cada uno «según la medida de Cristo», a una misma misión: la edificación de Cuerpo y la predicación de su Reino. Este reiterado llamado a la unidad del «Cuerpo en el Espíritu» no es sino trabajar incansablemente para cumplir lo que el Señor pide al Padre: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para todos sean uno. Como tu Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 20-21).

La unidad tiene sus exigencias, sin las cuales no puede conservarse. En primer lugar la humildad, que vence la soberbia y el egoísmo, principio divisor que anida en lo más profundo del ser humano; la amabilidad, que crea y favorece la unión; y la paciencia frente a las faltas de caridad que, dada nuestra naturaleza humana inclinada al amor propio y la diversidad de caracteres, son prácticamente inevitables. La unidad es un don de Dios, pero requiere de nuestra activa colaboración. En Ef 4,4-6 Pablo menciona los fundamentos de la unidad en la Iglesia: un bautismo, un solo Señor, un solo Cuerpo Místico, un solo Espíritu y una sola esperanza. La mención de las tres personas divinas señala la unidad de la Trinidad como la fuente última de la unidad, dentro de la pluralidad, que tiene que reinar en la Iglesia.

Una palabra del Santo Padre:

«Jesucristo subió por encima de to­dos los cielos para llenarlo todo. Esta ple­nitud del mundo creado se realiza en vir­tud de la fuerza del Espíritu Santo. Esta obra tiene lugar en la historia terrena de los hombres y de las naciones: el Espíritu Santo plasma, de manera invisible pero real, lo que el Apóstol San Pablo llama el Cuerpo de Cristo, refiriéndose a él con los siguientes términos: « Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperan­za a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todo, por todos y en todos» (Ef 4, 4‑6).

De este modo, la Ascensión del Señor no es solamente una despedida; más bien es el inicio de una nueva presencia y de una nueva acción salvífica: «Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también traba­jo» (Jn 5, 17). Este obrar con la fuerza del Espíritu Santo, del Espíritu Paráclito que descendió en Pentecostés, da la fuer­za divina a la vida terrena de la humani­dad en la Iglesia visible. Con la fuerza del Espíritu Santo, Cristo glorificado a la derecha del Padre, el Señor de la Igle­sia, concede «a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos, en orden a las funciones del ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11‑12). Estos son los criterios esenciales de la constante vitalidad de la Iglesia. En estas palabras de la carta paulina, la Igle­sia de todos los tiempos y lugares debe encontrar su identidad más profunda…

El hombre, creado a imagen de Dios, está llamado a realizar en su vida tanto la dimensión activa del Creador como la del encuentro tranquilo, jubiloso y festivo con sus obras: «Vio Dios cuanto había he­cho, y todo estaba muy bien (...). Y dio por concluida Dios en el séptimo día la labor que había hecho, y cesó en el día séptimo de toda la labor que hiciera» (Gn 1, 3 1; 2, 2). Podríamos decir que nuestro siglo se ha revelado portentoso en la primera dimensión, pero no muy aventajado en la segunda. En efecto, el progreso creado por la técnica se ha limi­tado casi exclusivamente a «dominar» la naturaleza y sus productos, pero no ha progresado de igual modo en el dominio que el hombre está llamado a ejercer so­bre su destino. Por el contrario, tiene lu­gar una pérdida acentuada de la concien­cia de sí mismo y de su dignidad».

Juan Pablo II. Homilía en la Solemnidad de la Ascensión del Señor 1991.

Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana

1. Es todo el mundo que debemos de cambiar. ¿Cómo vivo esta tensión apostólica? ¿Hago apostolado respondiendo al «id por el mundo...»? ¿En qué situaciones concretas transmito la «buena noticia» que Jesús nos ha dejado?

2. «El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará», leemos en el Evangelio de San Marcos. ¿Soy consciente de que solamente viviendo, de verdad, mi bautismo me voy a salvar? ¿Pienso que ya tengo el Cielo ganado olvidándome que también puedo condenarme?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 125-127. 659 - 667.



[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 659.

[2] Prefacio de la Ascensión del Señor, I ver también en Catecismo de la Iglesia Católica, 661.

[3] Ver la profecía de Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dn 7,14).

[4] Laodicea: ciudad importante de Asia menor en los comienzos del cristianismo. La última de las siete cartas del comienzo del Apocalipsis esta dirigida al «ángel» (obispo) de Laodicea a quien reprende por su tibieza ( Ap 3, 14 -22).

miércoles, 13 de mayo de 2009

Domingo de la Semana 5ª de Pascua. Ciclo B

«Yo soy la vid; vosotros los sarmientos»

(tomado de Meditación Dominical meditacion-dominical-subscribe@googlegroups.com)

Lectura de libro de Hechos de los Apóstoles 9, 26 - 31

«Llegó a Jerusalén e intentaba juntarse con los discípulos; pero todos le tenían miedo, no creyendo que fuese discípulo. Entonces Bernabé le tomó y le presentó a los apóstoles y les contó cómo había visto al Señor en el camino y que le había hablado y cómo había predicado con valentía en Damasco en el nombre de Jesús.

Andaba con ellos por Jerusalén, predicando valientemente en el nombre del Señor. Hablaba también y discutía con los helenistas; pero éstos intentaban matarle. Los hermanos, al saberlo, le llevaron a Cesarea y le hicieron marchar a Tarso. Las Iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo».

Lectura de la primera carta de San Juan 3, 18-24

«Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad. En esto conoceremos que somos de la verdad, y tranquilizaremos nuestra conciencia ante Él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo.

Queridos, si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios, y cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio».

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 15,1-8

«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos.

El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos».

Pautas para la reflexión personal

El vínculo entre las lecturas

Todas las lecturas de este quinto domingo de Pascua nos hablan de la necesidad de estar unidos a Jesucristo, Muerto y Resucitado para producir los frutos buenos que el Padre espera de nosotros. La Primera Lectura nos muestra a San Pablo que narra su conversión a los apóstoles y sus predicaciones en Damasco. Su anhelo es el de predicar sin descanso a Cristo a pesar de las amenazas de muerte de los hebreos de lengua griega. En la Segunda Lectura, San Juan continúa su exposición sobre las verdaderas exigencias del amor. No se ama solamente con bellas palabras o discursos altisonantes, como pretendían la secta de los «gnósticos»[1], sino en obras concretas de amor. No se puede separar la fe de la vida cotidiana. La bella parábola de la vid y los sarmientos nos confirma que sólo podremos dar frutos de caridad, si permanecemos unidos a la vid verdadera, Cristo el Señor.

De Saulo a Pablo

Leemos en el inicio del capítulo 9 del libro de los Hechos de los Apóstoles: «Entretanto Saulo, respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores del Camino, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén». Este mismo Saulo[2], después de haber sido tocado por el Señor, va intentar juntarse con los discípulos de Jesús. Es por ello comprensible el miedo y la desconfianza que inspiraba.

Tres años después de su conversión, Saulo va por primera vez a Jerusalén. Bernabé[3], generoso y noble chipriota que ha vendido su campo para poner el importe a los pies de los apóstoles (ver Hc 4, 36-37), fue el instrumento providencial para introducir a Saulo en la Iglesia de Jerusalén, así como en Antioquia y luego en el mundo de los gentiles. Bernabé narra como Saulo había predicado «valientemente en el nombre del Señor». Esta reveladora frase nos habla del fervor, la valentía y la convicción que va a caracterizar todo el ministerio apostólico de San Pablo. A los romanos, Pablo les dirá que no se avergüenza del Evangelio porque es «fuerza de Dios». Esta vehemencia le costará ser perseguido hasta poner su vida en peligro por el Señor. De perseguidor a perseguido...de Saulo a Pablo.

«No amemos de palabra, ni de boca...»

La Primera Carta del apóstol San Juan pone de relieve, de modo contundente, que no se puede amar sólo de palabra, sino con obras y según la verdad. «Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?»(1Jn 3,17).Jesucristo ha vivido de manera plena el amor dando su vida por nosotros; así también nosotros debemos dar la vida por los hermanos (1Jn 3,16). ¿Cómo podemos dar la vida por los demás? Lógicamente no todos pueden dar la vida mediante el martirio[4]; sin embargo todos podemos dar la vida por nuestros hermanos de muchas formas concretas; ya sea mediante el servicio constante, la paciencia, el velar por el otro, etc. El hecho de actuar movidos por este criterio es signo evidente de que somos «de la verdad».

Un principio tranquilizador de nuestra conciencia lo encontraremos solamente en Dios. Él lo conoce todo y es infinitamente comprensivo con las dificultades que debemos superar para poder «guardar los mandamientos y hacer lo que le agrada». Él se halla muy por encima de nuestras pequeñeces y se alegra con nuestra conversión que, gracias a su Hijo, es fuente de verdadera paz (Rom 5,1).


«Yo soy la vid verdadera...»

Si cualquier persona, por famosa que sea, dijera: «Separados de mí no podéis hacer nada», lo consideraríamos una pretensión intolerable. Pero lo dijo Jesús y en la historia ha habido multitud de hombres y mujeres que lejos de conside­rarla una pretensión, están convencidos de su veracidad. El Evangelio de hoy es una de las páginas cumbres del Evangelio. «Yo soy la vid verdadera». Es una frase por la cual Jesús define su identidad. En primer lugar nos llama la atención el adjetivo: «verdadera». ¿Es que hay una «falsa» vid con la cual Jesús quiere establecer el contraste? No exactamente. El adjetivo «verdade­ro» se usa en el Evangelio de Juan para cualificar una realidad que ha sido preanunciada en el Antiguo Testa­mento por medio de una figura y que aquí tiene su realiza­ción plena. Ese adjetivo establece una oposición entre anuncio y cumplimiento. Es, entonces, necesario buscar en el Antiguo Testamento un lugar en que aparezca la vid como imagen, pues a ella se refiere Jesús. La afirmación de Jesús quiere decir que aquí ha alcanzado la verdad lo que allá no era más que una sombra. Aquí ha sido revelado lo que allá era un anuncio.

El lugar que buscamos lo encon­tramos en el capítu­lo V de Isaías. Allí Isaías refiere la canción de amor de un propie­ta­rio por su viña; destaca la solicitud con que la cultiva y cuida; pero también su pesar al obtener de ella solamen­te frutos amargos. Entonces concluye: «Viña del Señor, Dios de los ejércitos, es la Casa de Israel, y los hombres de Judá son su plantío exquisito. Esperaba de ellos justicia, y hay iniquidad; honradez, y hay alaridos» (Is 5,7). La frustra­ción de Dios por la conducta de su pueblo se ve completamen­te reparada por la fidelidad de Jesús. Todo lo que Dios esperaba de su viña, lo obtiene con plena satis­facción de Jesucristo. Esto es lo que quiere decir Jesús cuando declara: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador». Si en la canción de la viña de Isaías, el dueño «esperaba que diese uvas» (Is 5,2), esta esperanza se ve satisfecha en Jesús. En él Dios encuen­tra frutos abundan­tes y delicio­sos; en él Dios se complace.

«Vosotros sois los sarmientos…»

Pero, en seguida, Jesús se extiende a nuestra relación con él diciendo: «Yo soy la vid, vosotros los sarmien­tos». Enseña así que también nosotros podemos participar de su condición de vid verdadera; que podemos ser parte de la misma vid cuyo viñador es el Padre; y que también nosotros podemos dar frutos que satisfagan al Padre. Pero esto sólo a condición de permanecer unidos a Cristo. Lo dice él de manera categórica: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada». La unión con Cristo nos permite realizar un tipo de obras que tienen significado ante Dios. Incluso podemos así dar gloria a Dios: «La gloria de mi Padre está en que deis fruto, y que seáis mis discípu­los». Esos frutos que dan gloria a Dios no los podemos dar nosotros sin Cristo, pues separados de él somos como los sarmientos separados de la vid.

¿A qué se refiere Jesús cuando habla de «frutos»? Eso queda claro más adelante cuando dice: «Lo que os mando es que os améis los unos a los otros» (Jn 15,17). Es lo mismo que decir: «Lo que os mando es que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca» (ver Jn 15,16). El único fruto que Dios espera de nosotros es el amor; pero a menudo obtiene sólo uvas amargas, que son nuestro egoísmo. De lo enseñado por Jesús se deduce que el hombre no puede poner un acto de amor verdadero, sin estar unido a Cristo, pues el amor es un acto sobrenatural que nos es dado.

San Pablo expone esta misma enseñanza de manera incisiva en el famoso himno al amor cristiano: «Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los miste­rios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, nada soy» (1Cr 13,2). Si el hombre no tiene amor, no tiene entidad ante Dios. Esto es lo que dice Jesús: «Sin mí no podéis poner un acto de amor, sin mí no podéis hacer nada, sin mí no sois nada». Empeza­mos a existir ante Dios cuando nos injertamos en Cristo y gozamos de su misma vida divina. Y esto sucede por primera vez en nuestro bautismo.

Una palabra del Santo Padre:

«Todo cristiano debe confrontar continuamente sus propias convicciones con los dictámenes del Evangelio y de la Tradición de la Iglesia, esforzándose por permanecer fiel a la palabra de Cristo, incluso cuando es exigente y humanamente difícil de comprender. No debemos caer en la tentación del relativismo o de la interpretación subjetiva y selectiva de las sagradas Escrituras. Sólo la verdad íntegra nos puede llevar a la adhesión a Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación.

En efecto, Jesucristo dice: "Si me amáis...". La fe no significa sólo aceptar cierto número de verdades abstractas sobre los misterios de Dios, del hombre, de la vida y de la muerte, de las realidades futuras. La fe consiste en una relación íntima con Cristo, una relación basada en el amor de Aquel que nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 11) hasta la entrega total de sí mismo. "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5, 8). ¿Qué otra respuesta podemos dar a un amor tan grande sino un corazón abierto y dispuesto a amar? Pero, ¿qué quiere decir amar a Cristo? Quiere decir fiarse de él, incluso en la hora de la prueba, seguirlo fielmente incluso en el camino de la cruz, con la esperanza de que pronto llegará la mañana de la resurrección.

Si confiamos en Cristo no perdemos nada, sino que lo ganamos todo. En sus manos nuestra vida adquiere su verdadero sentido. El amor a Cristo lo debemos expresar con la voluntad de sintonizar nuestra vida con los pensamientos y los sentimientos de su Corazón. Esto se logra mediante la unión interior, basada en la gracia de los sacramentos, reforzada con la oración continua, la alabanza, la acción de gracias y la penitencia. No puede faltar una atenta escucha de las inspiraciones que él suscita a través de su palabra, a través de las personas con las que nos encontramos, a través de las situaciones de la vida diaria. Amarlo significa permanecer en diálogo con él, para conocer su voluntad y realizarla diligentemente...

Queridos hermanos y hermanas, la fe en cuanto adhesión a Cristo se manifiesta como amor que impulsa a promover el bien que el Creador ha inscrito en la naturaleza de cada uno de nosotros, en la personalidad de todo ser humano y en todo lo que existe en el mundo. Quien cree y ama se convierte de este modo en constructor de la verdadera "civilización del amor", de la que Cristo es el centro».

Benedicto XVI. Homilía en la Plaza Pilsudski. Varsovia viernes 26 de Mayo de 2006

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Si nuestro corazón nos amonesta porque no hemos vivido la caridad, es inútil que nos desalentemos atrapados por los remordimientos. Busquemos, con sincero arrepentimiento, al Médico Bueno para que cure nuestras heridas y acojamos el don de la reconciliación que se nos ofrece en cada confesión.

2. Decía la Beata Madre Teresa de Calcuta: «El servicio más grande que podéis hacer a alguien es conducirlo para que conozca a Jesús, para que lo escuche y lo siga, porque sólo Jesús puede satisfacer la sed de felicidad del corazón humano, para la que hemos sido creados» ¿Cómo puedo vivir esta realidad?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 736, 755, 787, 1988, 2074.



[1] Gnosticismo: en griego «conocimiento». Grupo que nace antes del cristianismo con elementos de diversas culturas antiguas. Adquiere fuerza en el mundo judío desde el siglo I a.C. hasta el IV d.C. es dualista; el espíritu ha de ser liberado de la cárcel del cuerpo por medio del conocimiento en diversas etapas.

[2] Un detalle interesante es que durante la predicación en Chipre con Bernabé (ver Hch 13,9) será llamado primera vez Pablo en vez de Saulo.

[3] Bernabé (en arameo, hijo de la exhortación). Nombre que los apóstoles dieron a José, levita de Chipre. Su generosidad era notoria en la iglesia primitiva de Jerusalén (Hch 4.36s) en contraste con el egoísmo de Ananías y de Safira (Hch 5.1ss). Primo hermano de Juan Marcos (Col 4.10) y, según Clemente de Alejandría, uno de los setenta discípulos de Jesucristo. Era «varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe» (Hch 11.24). Lucas y Pablo lo llamaron Apóstol (Hch 14.4, 14; 1 Co 9.6), y en varias ocasiones demostró poseer un espíritu de comprensión y discernimiento. Fue Bernabé el que convenció a los apóstoles de la conversión y sinceridad de Pablo (Hch 9.27). Más tarde lo enviaron a investigar la nueva obra entre los gentiles de Antioquía, donde otros chipriotas eran prominentes (Hch 11.19ss). Al reconocer que esta era obra de Dios y que allí había mucha oportunidad para el ministerio de Pablo, fue a Tarso y lo trajo consigo a Antioquía, donde predicaron juntos (11.25s). Con Pablo, Bernabé llevó la ayuda para los hermanos necesitados de Judea (11.29, 30). De nuevo en Antioquía, a Bernabé y Pablo, contados entre los profetas y maestros de la congregación, los separaron para la misión gentil (Hch 13.1ss; ver. Gl 2.9). Su primer viaje misionero, que comenzó con una visita a Chipre, produjo una cadena de iglesias que se extendió hasta el Asia Menor (Hch 13.14). Al regresar del viaje, Bernabé tuvo otra misión importante cuando lo nombraron junto con Pablo para presentar la cuestión de la circuncisión ante el Concilio de Jerusalén (Hch 15). Su ministerio se reafirmó y parece que Bernabé se destacó más que Pablo en el Concilio (vv. 12, 25), tal vez por ser el representante original de Antioquía. Sin embargo, para no oponerse a Pedro, en una ocasión Bernabé contemporizó con las convicciones de este sobre la aceptación de los gentiles, dejando de comer con ellos en Antioquía (Gl 2.13). Según Hch 15.36-40, Bernabé y Pablo se separaron y aquel navegó acompañado de Juan Marcos, rumbo a Chipre. Sin embargo, el testimonio posterior de Pablo referente a Marcos (2 Ti 4.11) parece indicar que este aprovechó mucho el trabajo con su primo.

[4] El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza. «Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a Dios». Catecismo de la Iglesia Católica, 2473



lunes, 4 de mayo de 2009

Domingo de la Semana 4ª del Tiempo Pascual. Ciclo B

«El Buen Pastor da la vida por su ovejas»

(tomado de Meditación Dominical meditacion-dominical-subscribe@googlegroups.com)

Lectura de libro de Hechos de los Apóstoles 4, 8 - 12

«Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo: “Jefes del pueblo y ancianos, puesto que con motivo de la obra realizada en un enfermo somos hoy interrogados por quién ha sido éste curado, sabed todos vosotros y todo el pueblo de Israel que ha sido por el nombre de Jesucristo, el Nazoreo, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se presenta éste aquí sano delante de vosotros. Él es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos”».

Lectura de la primera carta de San Juan 3, 1-2

«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es».

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 10, 11- 18

«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa, porque es asalariado y no le importan nada las ovejas. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre».

Pautas para la reflexión personal

El vínculo entre las lecturas

Este cuarto domingo de Pascua se conoce como el «Domingo del Buen Pastor» porque cada año se medita una parte del capítulo 10 del Evangelio de San Juan conocido como el discurso del Buen Pastor. El año 1964, el Papa Pablo VI quiso acoger la recomendación hecha por el mismo Jesús: «La cosecha es mucha, pero los obreros son pocos; rogad, pues, al Señor de la cosecha que envíe obreros a su cose­cha» (Mt 9,36-38); e insti­tuyó en este domingo de Pascua la Jornada de Ora­ción por las Vocacio­nes.

El Evangelio de Buen Pastor nos ofrece la oportunidad de poder profundizar en el amor que Jesucristo tiene por cada uno de nosotros. Él es el único y verdadero Buen Pastor que ha dado libremente su vida por sus ovejas (Evangelio). Él es también la piedra angular que ha sido despreciada y el único nombre por el cual podemos alcanzar la salvación (Primera Lectura). En Él podremos llegar a ser «hijos en el Hijo» (Segunda Lectura). Quien desee comprenderse y entenderse a sí mismo, no según los criterios superficiales del «mundo»; debe de dirigir su mirada a Aquel que le revela al hombre su «identidad y misión». Solamente en Jesucristo podremos entender lo que somos y lo que estamos llamados a ser. ¡He aquí nuestra sublime dignidad!

Pedro y Juan ante el Sanderín[1]

La semana pasada habíamos visto como Pedro había predicado al pueblo reunido en el pórtico de Salomón después de la curación del tullido de nacimiento. Luego de la predicación; los sacerdotes, el jefe de la guardia del Templo y los saduceos prenden a Pedro y a Juan poniéndolos bajo custodia hasta el día siguiente ya que, por ser tarde, no podía reunirse el Sanedrín[2]. El Sanedrín no pone en duda el hecho milagroso de la cura que es evidente por sí mismo, sino que le preguntan a Pedro y a Juan ¿con qué poder o en nombre de quién, que viene a ser lo mismo, han obrado el milagro?

La respuesta de Pedro, hablando también en nombre de Juan, va directamente a la pregunta: ha sido curado por el poder (en nombre) de Jesús. Vemos en todo el pasaje cómo la Crucifixión y la Resurrección son los dos hechos fundamentales en la historia de Jesús y de la fe cristiana. La crucifixión del «Nazareno»[3] por obra de las autoridades era la prueba más clara de la realidad histórica de la muerte de Jesús. La Resurrección, que implica volver a la vida en estado de gloria, es la evidencia del poder de Jesús, del cual Pedro y Juan son humildes instrumentos. Todo esto Pedro no lo dice en nombre propio ya que era reconocido como «un hombre sin instrucción y cultura» (ver Hch 4,13). La admiración que manifiesta el Sanedrín nos muestra que habló por el Espíritu Santo, «el alma de nuestra alma» como la define Santo Tomás de Aquino, cumpliéndose así la promesa del Señor: «mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablareis sino el Espíritu de vuestro Padre que hablará en vosotros» (Mt 10,19- 20).

«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios...»

San Juan, el apóstol amado, en su primera carta no puede contener la emoción de recordar a sus lectores el don maravilloso que Dios nos ha concedido: «la filiación divina». El amor de Dios es tan grande, que no se contenta con darnos solamente bienes: nos ha dado a su Hijo único (ver Jn 3,16) en esa primera y perfecta participación de nuestra humanidad en su divina naturaleza, que es la Encarnación del Verbo. Y aún ha ido más lejos. El amor de Dios es tan generoso, tan difusivo, que llega a engendrarnos por amor a la vida divina. Todo el texto está lleno de asombro y admiración.

Termina el apóstol dirigiendo una mirada hacia el futuro. Lleno de nostalgia por la visión beatífica, impaciente de contemplar el Verbo; traslada a sus oyentes al momento en que Jesucristo hará su última aparición lleno de gloria y entonces se manifestará también la plenitud de nuestra vida divina en la casa del Padre. «Seremos semejantes a Él»; se afirma la igualdad con Cristo; viviremos donde él vive, como él vive, con la misma finalidad de su vida. Somos hijos de Dios gracias al Hijo. Jesús posee «el nombre» y la igualdad con Dios (Jn 17,11-12) y ha hecho partícipes de esta realidad a sus discípulos (Jn 17,6.26). Desde esta realidad entendemos mejor cuando Juan afirma que «todo el que ha nacido de Dios no comete pecado» (1Jn 3,9). Es decir debe de vivir de acuerdo a lo que es y está llamado a ser.

«Yo soy el Buen Pastor »

Las palabras de Jesús del Evangelio dominical hay que entenderlas en el contexto de un pueblo que desde sus orígenes se distinguía por ser nómade y convivir con sus rebaños. Es así que cuando José, vendido en Egipto por sus hermanos y, por intervención providencial de Dios, transformado en «vizir» de ese país; invita a sus hermanos a establecerse en Gosén, dice al Faraón: «Mi padre, mis hermanos, sus ovejas y vacadas y todo lo suyo han venido de Canaán y ya están en el país de Gosén». Y a la pregunta del Faraón: «¿Cuál es vuestro oficio?», los hermanos responden: «Pastores de ovejas son tus siervos, lo mismo que nuestros padres» (Gen 47,1.3). Pronto se desarrolló la metáfora de que el gobernante era el pastor del pueblo, porque a él correspondía la misión de guiarlo, protegerlo, procurar su bienestar y favorecer su vida.

Dos veces hablará Jesús sobre su identidad en el texto dominical: «Yo soy el buen pastor». Y en ambos casos indica los motivos que justifican esta afirmación. A esta expresión de su identidad hay que agregar ésta otra afirmación: «Habrá un solo rebaño, un solo pastor». De esta manera Jesús no solamente es el «buen pastor» sino que es el «único y verdadero pastor». El primer motivo expresado para identificarse con el pastor es evidente: «el buen pastor da su vida por las ovejas». En esto difiere radicalmente del «asalariado» a quien no pertenecen sus ovejas. En efecto, el asalariado ve venir el lobo y huye, porque vela más por su propia vida y seguridad que por la vida de las ovejas. Sabe de los daños que puede ocasionar el lobo y prefiere ponerse a salvo antes que impedirlo porque, en el fondo, no le interesan las ovejas. El buen pastor prefiere el bienestar de las ovejas al suyo propio. Jesús da la vida por sus ovejas solamente impulsado por el amor ya que es acto absolutamente libre. Su muerte no es algo que él acepte contra su voluntad, aunque así haya parecido a los ojos de los hombres. Él mismo lo dijo: «Por eso me ama mi Padre, porque yo doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita: yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y recobrarla de nuevo» (Jn 10,17).

Era imposible que alguien pudiera quitar a Jesús la vida contra su voluntad, ¡a él, que es la fuente de la vida! Juan, cuando contempla el misterio del Verbo Encarnado, observa: «En él estaba la vida» (Jn 1,4). Y en dos de sus más famosas auto-afirmaciones:«Yo soy» del mismo Evangelio; Jesús dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida... Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 14,6; 11,25). Su muerte fue un «sacrificio» ofrecido al Padre por la reconciliación del mundo, sacrificio en el cual Jesús es la víctima y el sacerdote. Su único motivo es el amor: amor al Padre, a quien dio gloria con ese acto, y a los hombres, a quienes redimió de la esclavitud del pecado y de la muerte.

«Ellas me conocen...»

Jesús afirma: «Yo soy el buen pastor», por un segundo motivo: «Conozco a mis ovejas y ellas me conocen». En realidad este segundo motivo coincide con el primero aunque agrega un nuevo matiz. En la Biblia el órgano del conocimiento es el corazón del hombre. «Conocer» en la Biblia no coincide con nuestra noción de conocer en la cual prevalece el aspecto intelectual. En la Biblia «conocer» es inseparablemente «conocer y amar». Él es el Buen Pastor no sólo porque conoce a las ovejas de ese modo, sino por la medida del amor. «Como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre» (Jn 10,15). Él es el Buen Pastor porque ama las ovejas; pero también porque las ovejas lo conocen y le aman.

No se podría dejar de lado un motivo más, ya que es el que más apasiona a Jesús: «Tengo otras ovejas que no son de este redil, a ésas también tengo que conducir y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10, 16). Se refiere a todos los pueblos de la tierra. Él fue enviado a las «ovejas perdidas de la casa de Israel». Pero tiene que formar «un solo rebaño» de todos los pueblos. Y esa es la misión que confió a los apóstoles: «Haced discípulos míos de todos los pueblos» (Mt 28,19).

Una palabra del Santo Padre:

«Venerados hermanos en el episcopado; queridos hermanos y hermanas: La celebración de la próxima Jornada mundial de oración por las vocaciones me brinda la ocasión para invitar a todo el pueblo de Dios a reflexionar sobre el tema de "La vocación en el misterio de la Iglesia". El apóstol san Pablo escribe: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo (...). En él nos ha elegido antes de la creación del mundo, (...) predestinándonos a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo" (Ef 1, 3-5). Antes de la creación del mundo, antes de nuestra venida a la existencia, el Padre celestial nos eligió personalmente, para llamarnos a entablar una relación filial con él, por medio de Jesús, Verbo encarnado, bajo la guía del Espíritu Santo.


Muriendo por nosotros, Jesús nos introdujo en el misterio del amor del Padre, amor que lo envuelve totalmente y que nos ofrece a todos. De este modo, unidos a Jesús, que es la Cabeza, formamos un solo cuerpo, la Iglesia. El peso de dos milenios de historia hace difícil percibir la novedad del misterio fascinante de la adopción divina, que está en el centro de la enseñanza de san Pablo. El Padre, recuerda el Apóstol, "nos dio a conocer el misterio de su voluntad según el benévolo designio (...) de hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza" (Ef 1, 9-10). Y añade con entusiasmo: "Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 28-29).


La perspectiva es realmente fascinante: estamos llamados a vivir como hermanos y hermanas en Jesús, a sentirnos hijos e hijas del mismo Padre. Es un don que cambia radicalmente toda idea y todo proyecto exclusivamente humanos. La confesión de la verdadera fe abre de par en par las mentes y los corazones al misterio inagotable de Dios, que impregna la existencia humana. ¿Qué decir, entonces, de la tentación, tan fuerte en nuestros días, de sentirnos autosuficientes hasta tal punto de cerrarnos al misterioso plan de Dios sobre nosotros? El amor del Padre, que se revela en la persona de Cristo, nos interpela. Para responder a la llamada de Dios y ponerse en camino no es necesario ser ya perfectos. Sabemos que la conciencia de su pecado permitió al hijo pródigo emprender el camino de regreso y experimentar así la alegría de la reconciliación con el Padre. Las fragilidades y los límites humanos no constituyen un obstáculo, con tal de que nos ayuden a tomar cada vez mayor conciencia de que necesitamos la gracia redentora de Cristo. Esta es la experiencia de san Pablo, que afirmaba: "Con sumo gusto seguiré gloriándome en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo" (2 Co 12, 9)».

Benedicto XVI. Mensaje por la XLII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. 5 de marzo de 2006

Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana

1. San Gregorio nos dice comentado este pasaje: «Lo primero que debemos hacer es repartir generosamente nuestros bienes entre sus ovejas, y lo último dar, si fuera necesario, hasta nuestra misma vida por estas ovejas. Pero el que no da sus bienes por las ovejas, ¿cómo ha de dar por ellas su propia vida?».

2. ¿Quiénes son los malos pastores? Leamos el pasaje de Ezequiel 34, 1-16. Son todas aquellas personas que se desviven para ser servidas en lugar de servir; que buscan sobresalir a costa del hermano; que sólo se miran a sí mismos y no ven a Cristo en el rostro del hermano, especialmente, en los más necesitados.

3. Leamos con atención en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 753-754. 756. 1026- 1029.



[1] Sanedrín: era el Gran Consejo de notables de Israel, establecido después del exilio para el gobierno de la comunidad judía. Lo integraban 71 miembros y era presidido por el Sumo Sacerdote.

[2] Aquí es interesante recordar como el juicio a Jesús fue en la noche. Esto estaba prohibido y por lo tanto el juicio y la condenación a Jesús fue ciertamente irregular.

[3][3] Nombre como era conocido Jesús. Este dato nos remite una vez más a la historicidad de todo el relato.

viernes, 1 de mayo de 2009